Cuando uno tiene hijos que decidieron vivir en el exterior con nuestro apoyo, nuestra vida como padres y abuelos se va convirtiendo en un continuo despedirse sin la certeza de un “ya vuelvo” y termina siendo más un “quizás”, “a lo mejor”, “si la pandemia lo permite” o un “si Dios quiere”.

Recibirlos en la casa para las festividades, cualquiera que ellas sean, siempre es una fiesta, así no la haya literalmente. La sola expectativa obliga a los preparativos de:

– Tenerles su cuarto tal cual lo dejaron o cambiarles la alcoba porque ya vienen acompañados.

– Diseñar y tener todo listo para darles gusto con sus comidas favoritas.

– Tener planes de salida a restaurantes, visitas… en fin, tener la disponibilidad para ver la casa llena de nuevo.

Porque de verdad, cuando llega así sea uno de ellos, llenan todos los espacios de la casa y de nuestras vidas. Como papás y abuelos, es una delicia despertarse y saber que tienes la casa llena, que hay muchos alicientes, afanes, carreras, conversaciones pendientes, chismes por desatrasarse, historias por conocer y algo nuevo por saber.

Es que, para nosotros, es descubrir cómo les va en sus vidas lejos del hogar donde nacieron. Qué hacen en su tiempo libre, quiénes son sus amigos y conocer más sobre ellos. Es volver a ver sus amistades de aquí y saber en qué andan. Todo es alegría y compartir, porque en nuestro caso, nuestros hijos cuando vienen son absolutamente caseros y aparte de cuidarnos se dejan querer, que los contemplemos y mimemos, mejor dicho, es como volver a tenerlos de chiquitos.

Hay que reconocer también que son muy considerados y se dan cuenta inmediatamente de cómo vivimos, qué hacemos y tratan de acomodarse a nuestros silencios, a nuestras lecturas, a nuestros quehaceres, y por eso y por el amor que nos profesamos, cuando tienen que regresar, duele.

Así como empacamos los pastores y el árbol de navidad, ellos a su tiempo, van desfilando a sus hogares lejos de nosotros y tengo que confesar que, ese huequito que queda en el alma no se llena, sino hasta cuando los volvemos a ver. Y lo más duro, es que pueden pasar días, meses y años, porque nada es seguro en la vida.

Las despedidas nunca son buenas y menos las de los hijos. Pero nosotros les dimos los espacios y las alas y ahora nos toca aceptarlo, pero no con dolor, sino con alegría de saber que están haciendo lo que les gusta y realizando sus planes como lo soñaron.

¿Lloro en cada despedida?, Sí, y por varios días. Y mi considerado esposo no llora, pero me acompaña en mi soledad, que es la misma de él, solo que él es más fuerte y siempre tiene la palabra adecuada: “tú no estás triste, tienes nostalgia que es distinto”, y así es, tiene razón.

Y todo vuelve a la normalidad, a la rutina de siempre, esperando poder verlos de nuevo al menos por video llamada, obviamente a las horas en que ellos pueden. Ver también a los nietos la mayor cantidad de veces posible, porque no queremos que por nada del mundo nos olviden.

Pero no hay que quejarse. Los hijos, igual que nosotros, también decidieron hacer sus vidas, dejando a sus padres para formar un hogar propio. Y es que, todo se repite y por eso lo único seguro que tenemos a esta edad es nuestra pareja. Por eso si tienes la suerte de tenerla con vida y si envejecer juntos fue lo que siempre soñaste, ese será el mejor aliciente para el sentimiento de ausencia por los hijos y que la tristeza no sea tan profunda.

Y es que siempre lo hemos sabido (o nos lo han dicho), que “los hijos son prestados”, Total realidad. Por eso hay que disfrutarlos cuando los tenemos. Por eso hay que orientarlos cuando aún podemos y por eso hay que ayudarles en su formación (cuando aún se dejan). Por eso debemos apoyar sus sueños y ayudarlos a que puedan cumplirlos. Por eso hay que crecer con ellos y entenderlos. Por lo anterior y por más, no hay que fastidiarlos ni reclamarles. No debemos coartarles sus sueños, ni molestarlos porque quieran volar lejos, todo lo contrario, que vuelen alto. Ojo, nunca le cortes sus alas.

Nosotros como padres, siempre hemos alimentado los sueños de nuestros hijos, cuando les preguntamos en qué andan y qué están haciendo para conseguirlo. Y al momento de tenerla clara, ahí los apoyamos, los acompañamos y los dejamos que se probaran. De esa manera ninguno se equivocó, ¿Y saben por qué? Porque la lucharon, se forjaron y lograron hacer sus sueños realidad.

Que les ha dado duro, claro, a ellos y a nosotros también. Y es que no todo ha sido color de rosa al llegar a su país soñado. Han tenido que acomodarse al estudio, al idioma, a la vida compartida, a la economía reducida y exacta, a hacer sus propias comidas, etc.

Ellos sabían que, si querían comer tenían que aprender y hacerse su propia comida. Que, si tenían que madrugar, debían despertarse solos y calcular los tiempos. Que, si querían tener apartamento limpio, lo tenían que asear ellos mismos. Que, si querían lucir bien vestidos y limpios, tenían que lavar su propia ropa y que si tenían que hacer vueltas, pues ellos eran sus propios mensajeros.

Y lo mismo pasó cuando se fueron a trabajar. Tuvieron que empezar de cero, así llevaran desde aquí un título profesional y maestrías. Pero no se rindieron, hicieron de todo para llegar hasta donde están y ahora comienzan a recoger los frutos de sus esfuerzos, y por eso se lo están gozando.

Que si quisieron tirar la toalla algún día, quizás, pero nunca nos lo dijeron. Sí lo intuíamos por sus conversaciones, pero jamás les alimentamos el regreso al nido, ni lo haremos.

El día que quieran regresar lo harán porque ellos lo decidan, porque tienen con qué establecerse aquí de nuevo, formar su hogar y seguir haciendo su vida. Siempre serán bienvenidos, pero jamás tentados por nosotros para que regresen y menos quejarnos para que se sientan presionados.

Todo esto para contarles que después de 34 días disfrutando de mi hija, hoy regresa a su país a terminar sus estudios de Maestría y que, despedirla siempre me causa y me causará pena, perdón, “nostalgia” como dice mi esposo y que el ir al aeropuerto solo me da alegría cuando voy a recogerlos.

Igual nos pasa con todos, cuando hemos de despedirlos. Aún con el que vive acá cerca nuestro, pues sabemos que sus trabajos y compromisos profesionales y del hogar no les permite vernos como quisiéramos, pero sí que disfrutamos a morir cuando nos vemos.

Pero no por ello nos quedamos en la tristeza. Más bien nos acompaña la satisfacción de que hicimos las cosas bien. Que ellos están luchando su vida, que son hombres y mujeres de bien y que, gracias a Dios, nos han llenado de muchas alegrías y grandes