Estas palabras bien pueden aplicársele a una persona, pero hoy quiero dedicárselas a MI CASA DE SIEMPRE, A LA DE MIS PADRES, A LA DE LOS ABUELOS.

Cómo OLVIDARLA, cuando allí transcurrió lo mejor de nuestras vidas cuando éramos niños y jóvenes.

ES DE NUNCA OLVIDAR porque nos vio crecer, jugar, formar nuestra personalidad, nuestros gustos, afianzar nuestra familia, disfrutar de los hermanos y gozar la vida que recién teníamos.

A esta casa de más cien años de construida y de 65 años de morar en ella como familia, hay que amarla, porque necesariamente hace parte de nuestra historia.

Allí nos llevaron recién nacidos a cada uno de mis siete hermanos y desde pequeños fuimos tomando posesión de una parte de ella. Sabíamos cuál era el cuarto de cada quien, y lo amábamos, lo decorábamos, le poníamos nuestro sello y era uno de los lugares favoritos para leer, estudiar y reunirnos a compartir nuestros secretos juveniles.

En su patio grande, rodeado por cuatro corredores, jugamos hula hula o a la golosa. Por sus corredores corríamos apostando carreras, o huyéndole a la correa de mi mamá que nos perseguía para castigarnos, pero poco o nunca nos alcanzaba, porque la risa la dejaba exhausta.

En eso mismo patio, organizábamos los mejores bailes con los amigos. Celebrábamos las fiestas de primera comunión, bautizos, quince años, despedidas de solteros y por supuesto los años de matrimonio que nuestros padres cumplieron hasta completar los 65 juntos.

En esa casa diariamente rezábamos el rosario entonado por mi mamá y con los ojos de mi papá en nosotros, para que no comenzáramos con las muecas a burlarnos, sino a rezarlo con devoción. Pero cuando la risa nos agarraba, hacía empezar de nuevo el rosario hasta que nos comportáramos.

Ya mayorcitos, en plena juventud con amigos y pretendientes, los dejaba esperándonos en la acera, hasta que terminábamos de rezar, o los invitaba a entrar y a rezarlo. Ninguno aceptó, todos preferían esperar en la calle.

En esa casa entendimos que la devoción por la Virgen y la creencia en Dios, eran la base de esta familia y así no estuviéramos de acuerdo, mientras viviéramos allí teníamos que respetar esa creencia y practicarla sin chistar.

Esa casa, fue testigo silencioso de nuestros primeros amores, los primeros besos, que, si nos pillaban, nos mataban, y si algún hermano nos veía, había que pagarle por su silencio. Es más, teníamos una hermana experta en pillarnos y por lo tanto experta en ganar dinero fácilmente.

De esa casa salimos todos casados y a ella volvimos separados, viudas o vueltas a casar en segundas nupcias y ya para siempre.

De un día para otro esa casa se convirtió en la casa de los abuelos, llena de trece nietos con escasos años o meses de diferencia entre unos y otros. Semanalmente llegábamos todos de visita y fue así como los primos crecieron juntos y hasta formaron un grupo de rock. Recuerdo que debían jugar con una pelota de trapo para no dañar las paredes, a las escondidas por toda la casa y cuando se encontraban, los gritos se escuchaban por toda la cuadra.

En esa casa se creció escuchando música vieja (como le decíamos a la de nuestros padres), música de los setentas (la de nosotras) y el rock (la de ellos). Pero a la hora de cantar juntos, todos nos sabíamos las canciones de todos, fuesen las viejitas, las de los setenta, o las de rock.

En esa casa se aprendió de todo: A bailar, hacer obras de teatro en navidad, a tomar licor moderadamente o al escondido, a tirar voladores, hacer globos y a elevarlos, a matar los marranos en diciembre, hacer asados y fritanga, a comer el sancocho obligado y con amenaza de repetir sino comían rápido. Se aprendió a comer las empanadas de la abuela (las cuales jamás las hizo, sino alguien que trabajaba para ella) y se aprendió hacer los migotes de galletas dentro del chocolate de la abuela, que aún hoy les encanta.

Fue la casa hasta donde llegaron los novios de nuestras hijas y fueron presentadas las novias de nuestros hijos. Tenían que pasar por el filtro de los abuelos y de toda la familia. Una familia unida y opinadora, que, con solo verlos, ya sabíamos si encajaban o no, pero bien recibidos siempre fueron por nuestros papás.

Y hablemos de la cocina, ¿Cómo olvidarla? El sitio preferido por todos. Es la sala de reuniones, el mejor lugar para conversar porque es una cocina con dos patios grandes y muchos asientos para recibirnos. Es el sitio calientico que tiene todo a la mano y que realmente huele a hogar.

Esta casa es de nunca olvidar. Allí también llegaron los tres bisnietos de mis padres, a quienes mi papá alcanzó a conocer, pero no a disfrutar mucho, pues su salud se lo impidió y se fue antes de verlos correr felices por los cuatro corredores, montando en triciclo y gozando las navidades.

En esa casa aprendimos los valores más importantes como familia, unos a punta de regaños y castigos y otros porque de verdad creímos en ellos. En esta casa, en uno de sus pilares de los cuatro corredores, dormía tranquila la correa con la cual nos amenazaban y poco nos dieron, pero era el psicólogo mas importante. Bastaba decir que nos iban a dar correa, para enderezar la conducta, arreglar los problemas, ajuiciarnos en el estudio, resolver los inconvenientes y pararnos derechos frente a la autoridad: nuestros padres.

Esta Sico-correa, con solo observarla nos enseñó el respeto, la honradez, la solidaridad, el compartir, la bondad y hacer los favores sin esperar retribuciones. También nos enseñó a rezar, a contestar con respeto, a decir, sí señora, no señor, por favor y gracias, entre otros. Fue una gran maestra y mejor psicóloga.

Cómo olvidar aquella casa si hemos tenido desde siempre a los mejores vecinos, los más solidarios, los más amables… son como familia. Cuando éramos pequeños, eran nuestros compañeros de juego en la calle. Corríamos, patinábamos, montábamos en bicicleta por aquella pendiente que nos trajo tantas caídas y sino que hablen nuestras rodillas, con cicatrices imborrables que llevamos con orgullo.

Por todo ello y más, nuestra casa, la casa de mis padres, la de los abuelos, es de nunca olvidar. Aún sigue erguida desafiando el tiempo y soñando con el futuro.