Cuando mis nietos me preguntan qué edad tengo y yo se las digo, abren tremenda bocota y me dicen: ¿Todo eso?
Pues claro que para ellos es un jurgo de años, pero para mí, son apenas 67 los que llevo sin peso y los exhibo con alegría porque me los he venido gastando a punta de disfrute. Pero también les muestro fotos de cuando estaba joven y les digo que yo también tuve 15 y 30 años, porque cumplir años es todo un cuento cuando de recuerdos se trata.

Traigo este recuerdo hoy, porque ellos también me preguntan temas de mi juventud y de mi niñez, que me hicieron recordar de las épocas en Girardota y porque cuando escribí mi anterior artículo, algunos amigos de siempre y del pueblo me llamaron para recordarme algunos pasajes a nuestros 20 años: Las fiestas que hacíamos y de cómo nos entreteníamos en el pueblo. De ahí que eso de la edad es todo un cuento.
Y se los voy a narrar como recuerdo, porque nadie imagina qué puede hacer un joven en un pueblo.
Para empezar, crecí entre Girardota y Copacabana pero los fines de semana y vacaciones eran en Girardota.
Y era y sigue siendo una delicia ir al pueblo.

Éramos una camada grande de jovencitas y muchachos, entre vecinos cercanos o simplemente del pueblo, los que nos reuníamos cada tarde o noche a conversar o simplemente a vernos.
El sitio ideal en Girardota era la heladería Claro de Luna. ¡Era lo máximo! Nada la igualaba, salvo el quiosco.
Ir a la Claro de Luna era como llegar a la mejor parte de la casa. Su administrador Don Guillermo Rúa era y sigue siendo el mejor .
Ya les había contado que era como un papá. A la barra nuestra, de puras mujeres, nos recibía y nos guardaba las mejores mesas y sillas, nos sentaba en la mitad del salón cuál floreros y nos atendía tuviéramos o no dinero.
La Música era la mejor. Don Guillermo nos daba las monedas para echarle al piano, pues la escogíamos nosotras o él que ya nos conocía los gustos. Escoger la música, tenía doble intención, porque nos servía para mandar mensajes al que nos gustaba o cuando ellos eran quienes la ponían, venia implícita la “dedicatoria”.
Un día le pregunté  a Don Guillermo por qué era tan querido y amable y me dijo que, “nosotros iluminábamos todo y cuando llegábamos, el salón se llenaba de más jóvenes, pero sobre todo, de los pretendientes que ni nosotras mismas sabíamos que teníamos”. Además, digo yo, las ventas se multiplicaban porque al ver el negocio lleno llegaban más personas y hacían fila esperando que alguna mesa se desocupara, eso sí, la nuestra estaba fija hasta antes de las 9pm, hora en que, cual cenicientas, debíamos estar listas en la casa de cada una, so pena, de ver que nuestro papá nos esperaba en la esquina, en piyama, regaño en boca y castigo de no salir al día siguiente por no cumplir las norma.

Todos nuestros amigos sabían del horario y nos ayudaban a cumplirlo, es más, nos “pistiaban” a la salida para acompañarnos hasta nuestras casas y asegurarse de que nada nos pasara.
Pero lo mejor, eran también las fiestas en las casas. Siempre teníamos con quien bailar.
Mi casa era la casa de los Eventos (y aun hoy, la nuestra, la de mi esposo y yo, sigue siendo centro de reuniones, lástima la pandemia que nos tiene concentrados), pero hasta las 12 de la noche, hora en la cual mi papá nos apagaba la radiola y ponía música clásica y sino hacíamos caso, simplemente salía en piyama al corredor y les decía “adiós muchachos que va a llover”. Y quedaban todos despachados.

Historia como estas hay muchas, pero las traje a colación por esa pregunta que seguramente, a ustedes también les hacen sus nietos acerca de la edad que tenemos y que les parece que son una barbaridad de años y que pueden servir para muchas cosas. Si somos capaces de volverlas y de eso estoy segura les va a encantar.

Y sí, es mucho tiempo el que hemos vivido, lo que nos da autoridad para hablarles con propiedad, para ser creativos y a través de las vivencias irles contando historias de vida, pero también los valores que nos inculcaron.

Es la oportunidad que como abuelos tenemos para hablarles de las costumbres, las buenas costumbres que nos inculcaron, de los juegos que disfrutábamos y que era la manera más formidable para hacer amigos. Para compartir y practicar la solidaridad, para aceptar a las personas como eran y no como quisiéramos.

Es la oportunidad perfecta para inculcarles valores, para enseñarles a jugar juegos de mesa que pueden compartir con otros amigos y de esta manera, darles un descanso a sus juegos electrónicos que cada vez los hacen más solitarios, callados y tímidos porque no saben compartir.

Es la manera de contarles y de fomentar en ellos el liderazgo, el saber negociar, el saber arreglar sus problemas propios y el que tienen con sus hermanitos o amigos.

Como ven, tener la edad que tenemos nos autoriza a ayudar en esa formación en valores que ahora son tan escasos, sin ser entrometidos en la que les dan sus padres.

Deja que te pregunten la edad, no la escondas, diviértete recordando, enseñando y ayudando en la formación de tus nietos. Al fin y al cabo, la vida es todo un cuen