Resulta hasta simpático, que las vueltas de la vida, nos lleven a darnos en la cara lo que hicimos.

Todo se repite. Lo que le hiciste a tus padres cuando eras joven, las dificultades que les diste, las respuestas que usaste, los gestos que les hiciste, los enojos que tuviste, las malas respuestas que ofreciste y, en fin, lo que los incomodó, los hizo sufrir o les dolió, hoy te está pasando a ti, igualito, pero con tu hija.

No es venganza, para nada. Es la ley de la compensación que sí existe y no se queda con nada de nadie.

Recientemente me decía mi hija que no se aguantaba el desorden de su hija, que todo lo dejaba tirado, que tenía que regañarla a diario y ni así aprendía y me preguntó: ¿mami, yo era así?, ¡ayyyy que papayazo me dio!, sin vacilar le respondí: así y peor.

Me habló de que mi nieta, su hija, era poco expresiva, que todo le parecía normal, que nada le asombraba, que todo le era natural y que a veces le provocaba sacudirla para que mirara de otra manera.

Me contó que cuando le dan regalos, los agradece, sin manifestaciones de alegría o de que le gustan, o que le parecieron hermosos. No, todo le parece normal. Solo dice gracias y listo.

Ella sabe que le gustan y los disfruta, pero no lo dice, lo no lo manifiesta.

Me contó que cuando se mudaron de casa y compraron otra nueva, con más comodidades, solo atinó a decir, que ella estaba también feliz en la otra casa, pero nada más…, de ese estilo son sus respuestas.

Se quejó de que su hija tiene un lenguaje gestual tan transparente que, con solo mirarla, ya sabe uno qué tiene, qué le gusta, qué no y lo peor, qué le está pensando.

Es tan difícil ese lenguaje, que hasta la hace quedar mal cuando salen de paseo o de visita, porque todo el mundo se da cuenta de que está aburrida, o que no le gusta estar ahí, o que la comida, no le gustó. Es transparente.

Y como estaba tan aburrida de tanto tener que repetirle las cosas a su hija, me dijo que era una desordenada, que no guardaba nada, que todo lo dejaba tirado y que, claro, al dejarlo tirado su hermano menor hacia «ochas y panochas» con lo que encontrada y había pintado una pared, de su casa nueva, con los marcadores que encontró en el suelo.

Y vuelve y me pregunta: ¿así éramos nosotros los hermanos o solo era yo?

Todo este relato y su desahogo, me llevaron justamente a cuando ellos eran pequeños o tenían la misma edad de mis nietos hoy.

Así eran, igualitos, sobre todo ella. Y no lo voy a negar, me entró un fresquito. Me reí sin parar delante de ella y le dije que ella era igualita a su hija y veces hasta la superaba. Reímos juntas y me hizo contarle qué era lo tan horrible que ella hacía, que ahora la vida se lo estaba devolviendo.

Hablamos de que no se trataba de una venganza, de que era normal lo que estaba sucediendo y se repetía siempre. Que eran ciclos de la vida, de crecer, de afianzamiento de la personalidad, de ir enseñando, de corregir, de aprender, de sufrir, y hasta de divertirse.

Le conté, por ejemplo, que yo a su clóset le decía que era un “nido de gulungos” ¿los conocen? Son todo un caos, un desorden, no se encuentra nada. Le recordé, que le había pedido a la trabajadora que teníamos, que no le volviera a recoger ni a arreglar nada de lo de su cuarto hasta que aprendiera.

Le recordé lo difícil que era conseguir que se manifestara asertivamente acerca de algunas situaciones.

También le conté anécdotas de cuando salíamos de visita y su cara me hacía quedar mal en todas partes, porque no le gustaba donde íbamos y menos lo que nos ofrecían.

Le recordé su carita el día que Orlando nos propuso matrimonio a todos cuatro y la respuesta que ella dio, que no supe si me dolió o me dio risa nerviosa.

Le hice recordar el día de mi matrimonio, la malacara que tenía que se veía claramente en las fotos, justo uno de los días en que yo estaba más feliz que nunca.

Y así, recordamos todas las veces que a mí me pasó lo mismo con ella, porque aún no encontraba lo que le gustaba, lo que quería, no sabía bien como sería su personalidad, donde quería estar, aún no conocía de gustos, ni de sabores, ni entendía las reglas.

Fueron años de enseñanza, ganados algunos y perdidos otros, porque no todo lo atendió y aun sus caras y gestos la delatan.

Le conté que igual había sido yo con mi mamá, que me mandaba unos “arañazos” tenaces, en el brazo porque con mis desplantes y gestos la hacía quedar mal delante de las visitas, porque también fui desordenada y porque tampoco me gustaba que me mandaran.

Hablamos que todo se repite, todo se devuelve, pero no como venganza, sino que así es la vida, lo que das recibes, lo que luchaste lo logras, lo que haces bien te sale bien, lo que buscas bien lo encuentras y si no ayudas a forjar valores, líneas de pensamiento crítico, y si no das una orientación oportuna, no vas a recibir nada al cabo de la vida.

Todas somos iguales, todas las mamás sufrieron y nos hacen sufrir por nuestros comportamientos, todas fuimos incomprendidas en nuestra «aborrecencia», a todas nos castigaron y, por eso, ella está recibiendo de su misma medicina.

Pero eso no es malo, no hay que desquiciarse, no hay que salir a terapia, hay que tener una buena dosis de paciencia, mucho amor para enderezar y ganas de enseñar lo correcto.

Los gritos, regaños y castigos en las mamás nunca van a faltar, los hijos siempre van a tener una edad en que nos odian por gritonas, manipuladoras, porque no pensamos en ellas sino en nosotras, porque no los entendemos, porque somos prejuiciosas y en otros calificativos más, que cambian cuando crecen, cuando están lejos o cuando tienen hijos.

Todo quedó claro entre ella y yo, me pidió mil perdones por haber sido así, se compadeció de mí por haberme hecho sufrir, me mandó mil besos para que le perdonara lo desordenada, contestona y odiosa que había sido.

Nos reímos y no había nada que perdonar. Yo también me estaba estrenando como mamá, con ella aprendí mucho y ahora es una de mis mayores satisfacciones: la veo y me veo en un espejo, solo que ella copió lo mejor de mí y me superó en valentía, en tesón, en lucha, en energía, en amor.

Valió la pena su crianza.