Como seres humanos que somos, tendemos a arreglarle la vida a todo el mundo, a decirle a quien tiene un problema, qué hacer y lo fácil que le resultaría si nos hicieran caso, y ponemos en la balanza propia lo que les pasa los demás, juzgándolos duramente, porque no ven más allá de lo que creemos y no conocemos lo que está sintiendo el otro.

 

No acostumbro a utilizar el escrito de alguien y apropiármelo, pero hoy, me encontré en Instagram, este bello escrito que un hijo le hizo a su madre, a la que todos juzgaron por no ser el modelo de madre que nos infundieron y que él, solo él, fue capaz de ver, sin juzgar que, así y todo, su madre era la mejor.

 

“A los ojos del mundo mi madre era una madre pésima. Madre soltera, con novias, disfrutona a tope y con VIH. No puedo imaginarme a una madre menos madre que mi madre. Ni mejor.

Porque mi madre jamás se olvidó de la vida que tenía, de la suya. Hasta que se murió.

Antes de eso ella me enseñó muchas cosas. Me enseñó qué es tener que irte del mundo cuando quieres quedarte.

Me enseñó que había cosas de ella que no tenían que ver conmigo y que eso no hacía que quisiera menos a su hijo: hacía que ella se quisiera más.

Mi madre me dio la oportunidad de observarla siendo ella y no solo mi madre. Así, cada vez que se ponía un escote hasta el ombligo, el print de leopardo, cada vez que se maquillaba los ojos de negro y el pendiente brillante le llegaba a la clavícula, cada vez que salía por la puerta de casa a comérselo todo y me daba un beso, lo que mi madre me estaba diciendo es que yo no era lo único.

Lo que me estaba dando a entender es que había más y que eso estaba bien.

Hace ya muchos años que mi madre fue incinerada al aire libre al borde de un acantilado en una isla. Antes de eso siempre me dijo que fuera quien quisiera ser. Me hizo sentir bueno y guapo y listo.

Hoy hace mucho tiempo que el cuerpo de mi madre, ese que albergó la lengua con la que hoy hablo, ese que creó la piel de cuello, ese que construyó mi meñique: desapareció.

Pero lo que no se ha ido nunca fue ese fuego y esa explosión de cascabeles que fue para mí mi madre. Se marchó, pero lo que me dejó fue su idea de la libertad.

Sol. Así se llamaba mi madre y cada vez que escribo intento no juzgar a nadie, porque a ella la juzgaron siempre por desear, por no encajar en el molde de la buena mujer, por negarse a ser lo que los demás esperaban.

Me habría gustado que toda esa gente que la juzgó hubiera pasado una tarde en mi casa con ella y conmigo. Una tarde cualquiera de verano o de invierno, jugando a un juego de mesa. Una tarde en la que ella me miraba como a alguien importante. yo quería parecerme a ella”.

Autor: ROYGALAN, así aparece en Instagram.

 

Ese escrito es un ejemplo de vida y de lo aventurado que resulta juzgar, no solo a las madres, sino al ser humano en general. Uno tiende a ver vaso medio vacío, cuando en realidad estaba medio lleno y de buen sabor.

Juzgar es fácil, es entretenido, uno hace escenarios sobre la vida de otros, sin ponerse en sus zapatos, uno tiende a imaginar cómo hacerle la vida mejor a quien la tiene complicada o a decirle qué hacer para que viva como se merece. Uno cree que tiene la solución y cuando se las planteas y no lo hacen como les propusiste, ahí viene el que: “se muera, que se hunda, para qué no hizo lo que le dije”.

Como mamás y abuelas, somos dadas a decirles a nuestros hijos y nietos lo que hay que hacer para que sean mejores, para que no se equivoquen y lo hacemos basadas en la experiencia, pero obvio, ellos no lo toman así, siempre hablan de que juzgamos todo lo que hacen, que no los entendemos y así mil razones más, pero, aunque puede que sea verdad en algunos casos, nosotras no juzgamos, formamos, sabemos por adelantado qué les va a suceder si siguen por esa ruta, porque ya nos pasó. Y en defensa propia y de todas las madres y abuelas, puede que no seamos perfectas, también nos equivocamos porque somos reales, pero está claro que lo que decimos y hacemos no es por dañarles la vida,

Ante eso, mi sugerencia es decirlo con el tonito adecuado, que no manejamos muchas veces, en el momento propicio y con la claridad propia que dan la experiencia y el conocimiento, para no esperar malas respuestas, pero ante todo:

Antes que juzgar, es mejor escuchar.

Antes que opinar, es permitir que te la persona se desahogue

Antes que emitir un concepto, es mejor dar un abrazo

Antes que indicarle qué hacer es mostrarse solidario

Pero lo más importante es quedarse callado sino tienes nada bueno que decir.