Así, como lo escribió Pablo Neruda, pero guardadas las proporciones. Ni más faltaba, que pena con él, pero el título si me sirve para contarles que cada que llega diciembre y me reúno con mi familia a celebrar, como el pasado miércoles, el día de las velitas, se me hincha el alma de pensar que soy una bendecida por tener a los míos con virtudes y defectos, y por ser de pueblo.

Confieso que es lo que más me gusta, ser de pueblo y poder celebrar las costumbres navideñas en mi tierra, porque es todo un cuento. Nada es igual.

También confieso que he celebrado en varios países las fiestas de navidad y nada se le parecen a las de mi pueblo, no niego que han sido buenas y diferentes, pero jamás con el saborcito ese del goce religioso-pagano, del montañero- moderno, de las viejas costumbres revueltas con las modernas; de la natilla acompañada también de postres elegantes , de los buñuelos, ahora rellenos con queso y arequipe, de prender las velitas y hacer bolas se esperma, con modernos faroles de luces led y de hacer un pesebre del antiguo Egipto, mezclado con edificios modernos, grandes saltos de agua, pistas de aterrizajes con aviones y hasta computadores de los que jamás soñaron tener los pastores de Belén.

Confieso que en mi familia rezamos y pecamos porque no nos faltan las oraciones a la Virgen cuando prendemos las velitas y brindamos luego con aguardiente, ron o Wiski, y que no falte la música y baile.

Confieso que no sé cómo estoy viva todavía, porque en mi niñez quemé pólvora como loca. Los totes eran mis preferidos, los metía en los bolsillos del bluyín y no me explico aún, cómo no se me prendieron o perdí una pierna o me quemé. ¡Dios!, siquiera que en mi inocencia jamás pensé en eso.

Y eso no es nada, mi papá el mejor del mundo, era el gran patrocinador de la pólvora. Nos compraba los totes, chorrillos, moscas., estrellitas, de esas que les quedaba colgando una lágrima de fuego y que de caerle a uno en un pie, o en dedo, era quemada fija, pero eso sí, las pilas grandes de luces que explotaban, esas si las quemaba mi papá y nada le pasó.

Y confieso también que un siete de diciembre, a los siete años, que conocí la luna, pues siempre nos acostaban muy temprano porque la energía en mi pueblo era apenas un cocuyo y obvio, acostadas desde las cinco y media de la tarde era difícil saber y conocer de la luna.

Pero lo mejor de las vivencias era la matada del marrano. No sé si teníamos instintos malos o era pura inocencia y nos parecía natural que mataran el cerdo y este chillara tan duro que nos causaba risa. Si eso fuera hoy… santo Dios, ya estaríamos multados y nos caerían los defensores de animales.


En fin ya me confesé con ustedes de lo que viví sin condiciones ni límites. Era un guardado que tenía, porque hoy por hoy, no permito la pólvora, doy cátedra del peligro que ella representa, reniego de los pirómanos que quieren quemar con ella y con los globos, las casas y bosques y a la humanidad. Hago campaña contra la pólvora y hasta entro a mi cuarto a la mascota cuando sé que hay alborada con pólvora o simplemente truena.
Podrían pensar que es doble moral, pero les aseguro que no. Lo que hice y viví antes, hoy con mi actual conciencia no lo repetiría, pero que lo gocé, si es cierto.